Un líder poco común
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Rafael Mies
Por lo general, cuando un líder toma una decisión que afecta evidentemente la institución que dirige, se produce una serie de reacciones de aprobación o desaprobación bastante equivalente en cantidad.
Medidas importantes nunca pueden gustar a todos por igual y las distintas sensibilidades se expresan naturalmente en sentidos opuestos frente a una misma cosa.
La decisión adoptada por el Papa Benedicto XVI, por la cual renuncia a su primado, no sólo ha sido inesperada, sino que, sin duda alguna, pone un estrés adicional al ya complejo escenario que vive la Iglesia Católica Romana. Dada esta situación uno hubiese esperado un mar de críticas, suspicacias o al menos cometarios reprobatorios. Con su renuncia, el actual Pontífice rompe además con una tradición de casi seis siglos por la cual el carácter vitalicio del primado de los papas significaba obligatoriamente dejar el cargo con la muerte, práctica que cumplió en forma heroica su predecesor Juan Pablo II.
Sin embargo, revisando la prensa, leyendo y escuchando a los distintos medios de comunicación que han comentado su dimisión, nos hemos encontrado con un consenso bastante general de respaldo, comprensión y apoyo a esta difícil medida. Los distintos sectores, inclusos algunos que por definición son críticos a todo lo que la Iglesia hace o dice, han mostrado sus respetos a la figura del Papa y a su decisión.
¿Cuál es la razón de esto? A mi juicio, por los tiempos que vivimos, pocas veces somos testigos de actos de desprendimientos tan potentes como el que acabamos de presenciar. En efecto, vivimos en un mundo donde el deseo por el poder y la notoriedad pública se ha vuelto algo enfermizo, una época en la cual muchos dirigentes hacen lo imposible por mantener sus cuotas de poder o por aparecer de algún modo en los medios de comunicación. Esta tendencia a la figuración no discrimina ni color político, ni fortuna, ni ideología. Pobres y ricos, de izquierdas o derechas, empresarios o dirigentes laborales, quien más quien menos ha sido seducido alguna vez por los “puntos de rating” y por el deseo desordenado de ser el primero de la fila.
Frete a eso el Papa actual aparece como un ser humano sencillo, introvertido, que acepta una tarea extraordinaria como un servicio a la humanidad. Desde el primer momento de su elección una serie de detalles mostraba la poca importancia que daba a lo superfluo. Como no recordar las mangas de su chaleco negro que asomaban de sus relucientes ornamentos de Papa electo, o su costumbre de recoger la mesa y lavar sus platos después de cenar.
La renuncia de Benedicto XVI no es más que una expresión adicional de su consecuencia de vida, al no sentirse capaz de servir adecuadamente da un paso al lado y permite que otro, con más capacidades físicas tomen el relevo. Por ello, este acto es extraordinariamente valioso y potente y reconocido por una gran mayoría.
Benedicto XVI no ha muerto físicamente, pero sí lo ha hecho a la gloria y al poder que ostenta su cargo. Y eso, para nuestra sociedad, es un regalo y un ejemplo que muchos apreciamos y agradecemos.